lunes, 15 de diciembre de 2008

Soledad


Te puedes zambullir en aquéllo que buscas, en tu proyecto. Te puedes convertir en tu mecenas, o trabajar por serlo. Te puedes dedicar, como horario de oficina, a ocho o nueve horas diarias a tu arte, a tus letras. Puedes ver el Sol que te saluda desde la ventana, mientras redactas tu filosofía. Puedes soñar el cuento de tu vida, que luego, quizá, sea el cuento en la vida de otros. ¿Porqué no? Pero hay un pequeño detalle: La soledad.

Esa que te susurra al oído y te dice visítame, quédate conmigo; mientras en tu ser la conjetura y el prejuicio de oírla o no, te puede conducir a algunas situaciones poco descriptibles. Ya no eres tú y el mundo, ya no eres el amigo eterno e inseparable, ahora eres una persona con un deseo, con dedicar -absurdamente para unos, pero bello para ti- a este mundo de la Literatura. ¿Qué hay de malo en querer cambiar el mundo con tus letras? ¿Acaso sólo los adultos lo pueden hacer? ¿No es la vehemencia de un jóven que permite muchos cambios, acaso?

Pero mientras le preguntas entre otra cosas a la soledad, ella se sienta contigo, a ver tu trabajo para que en el mínimo detalle te arremeta, te cuestione, te fatigue y aburra.

Pobre aquél hombre que se deja ganar por sus dependencias, y qué gusto por el hombre que vive por su independencia. Y pobre de aquél que cree que escribir es sólo sentarse frente a tu herramienta de trabajo y soltar las mejores ideas que tenga, pobre de aquél hombre que crea que deba contar lo que le paso a su canino, o al que crea que la Literatura es un oficio vano.

Mejor aun si tomas a la soledad por la capa negra y le das unas cachetadas, la acompañas amablemente hasta la puerta de tu casa, la llevas hasta la avenida principal y mientras pasan los autos la lanzas diciéndole:

¡Aquí, no te quiero!

Harry Cañari Atoche

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